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Mi Cruce de los Andes: la aventura que me cambió para siempre!

Todavía puedo sentir en la piel el frío de la madrugada de aquel enero de 2025, cuando comencé mi Cruce de los Andes. Desde el primer instante supe que ésta no sería solo una travesía, sino un viaje que marcaría mi vida para siempre.

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Al llegar a Tunuyán al caer la tarde, sentí de inmediato el llamado de la aventura. Mientras tanto, las montañas, apenas visibles entre la bruma, parecían invitarme a vivir el gran Cruce de los Andes. Más tarde, en el hotel me recibió Alejandro, el guía que pronto se convertiría en amigo y cómplice. A continuación, con el grupo repasamos equipo, itinerario y expectativas. Entre tanto, entre risas nerviosas y miradas ansiosas, todos compartíamos el mismo deseo: lanzarnos de lleno a esta hazaña. Finalmente, esa noche me dormí temprano, con el corazón latiendo fuerte y la certeza de que, al amanecer, mi sueño de hacer el Cruce de los Andes comenzaría a hacerse realidad.

Al amanecer del segundo día, cuando los primeros rayos de sol tiñeron de oro la Cordillera, emprendimos el viaje en 4×4 rumbo al Manzano Histórico. Allí, donde San Martín descansó después de su propio Cruce de los Andes, pude sentir la fuerza de la historia recorrerme la piel. Mientras avanzábamos, la bruma se abría y cerraba como un telón de teatro, y así, de vez en cuando, revelaba los paisajes fracturados y misteriosos de la montaña. Más adelante, entre arroyos de agua cristalina y pendientes interminables, finalmente armamos el primer campamento. En ese momento, Juan Pablo, nuestro chef, encendió la magia: empanadas humeantes, asado y hasta un menú vegano preparado con un cariño que convirtió el Cruce de los Andes en un festín tan inesperado como inolvidable.

“No es la montaña lo que conquistamos, sino a nosotros mismos” – Sir Edmund Hillary

Al comenzar el tercer día, la verdadera aventura despegó. Tras un breve trayecto, el Defender nos dejó a 3.900 metros y, con la mochila ligera al hombro, iniciamos el ascenso hasta el Portillo Argentino, a 4.300 metros de altura. Desde ese punto, la frontera con Chile se abría ante mis ojos: un portal andino que parecía un pasaje entre dos mundos. En ese instante, pensé en San Martín, en Darwin, en todos los que se atrevieron a hacer su propio Cruce de los Andes siglos atrás. Ahora, era yo quien estaba allí, repitiendo su gesta y sintiendo el mismo viento helado que ellos sintieron.

Más tarde, descendimos hacia el Real de la Cruz, donde el río nos desafió con su agua helada y nos recordó que el Cruce de los Andes es, sobre todo, un diálogo íntimo con la naturaleza. Al caer la noche, la luna llena iluminó nuestra cena como un reflector, mientras el campamento se llenaba de risas y de la certeza de que estábamos viviendo algo irrepetible.

Con la llegada del cuarto día, el sendero se alargó y se hizo suave, guiándonos poco a poco hacia el valle glaciar, con el imponente Cerro Marmolejo vigilando nuestra marcha. Sus 6.100 metros, los más australes de un seis mil en el planeta, parecían custodiar nuestro Cruce de los Andes. A pesar de la llovizna, el atardecer nos regaló un cielo de fuego que jamás olvidaré.

 “Llegar a la cima es opcional. Bajar es obligatorio” – Ed Viesturs

El quinto día llegó el gran reto: ascender más de mil metros para alcanzar el hito fronterizo. Paso a paso, entre flores amarillas —los capachitos cordilleranos— y el paso de los guanacos, cada metro me acercaba al momento soñado. Cuando finalmente crucé la línea invisible que separa Argentina de Chile, un nudo en la garganta me impidió hablar. Un abrazo colectivo selló nuestra pequeña hermandad. El Cruce de los Andes estaba cumplido.

El descenso, duro para las rodillas y la concentración, fue un recordatorio de que la montaña nunca deja de exigir respeto. Al llegar a las Termas del Plomo, un vino compartido celebró la hazaña: habíamos hecho el Cruce de los Andes, la misma ruta que un día recorrieron héroes y exploradores.

Hoy, al mirar atrás, sé que el Cruce de los Andes no es solo un recorrido de un país a otro. Es un viaje al interior de uno mismo, un encuentro con el silencio, con el viento, con la fuerza indómita de la Cordillera. El Cruce de los Andes me enseñó que la vida, como la montaña, se saborea paso a paso.

Si en tu corazón late el deseo de vivir una verdadera aventura, de sentir la historia y la naturaleza en su estado más puro, este es tu momento.

Reserva hoy tu propio Cruce de los Andes con Solo Montañas y deja que la Cordillera te transforme como me transformó a mí.

Diego Bastida